Escudo de la ciudad

Escudo de la ciudad
El escudo de Rosario fue diseñado por Eudosro Carrasco, autor junto a su hijo Gabriel, de los Anales" de la ciudad. La ordenanza municipal lleva fecha de 4 de mayo de 1862

MONUMENTO A BELGRANO

MONUMENTO A BELGRANO
Inagurado el 27 de Febrero de 2020 - en la Zona del Monumento

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viernes, 9 de mayo de 2014

DE LAS BELLAS ARTES A LAS PROTESTAS




Por Rafael Ielpi

Algunas noticias provenientes del exterior tenían, de cuando en cuando, la suficiente cuota de curiosidad o tremendismo como para despertar el interés de los rosarinos. Una de ellas sería el arresto del Barba Azul del siglo XX, el célebre Henri-Desiré Landrú, que asesi­nara a once de sus amantes para quedarse con su fortuna o sus aho­rros. Entre la detención de Landrú, en abril de 1919, escondido bajo el apellido Guillet, y su ejecución en la guillotina en 1922, transcu­rrió un largo período en el que la personalidad, los crímenes y la soberbia del personaje acapararon la atención de todo el mundo, incluidos los rosarinos.
La fiebre por volar y las hazañas de la aviación en la Argentina, junto a las regulares visitas a Rosario de algunos de los muchos intré­pidos que se contarían entre los pioneros de aquélla en el país hizo, en junio del mismo año, que el primer vuelo transatlántico sin escalas se constituyera en una epopeya que la prensa reflejaría esta vez admirati­vamente. Los ingleses Jack Alcock, piloto, y Arthur Brown, navegante (ambos merecerían de la Corona británica el título de Sir por su arries­gada aventura), partieron de San Juan de Terranova en un avión Vickers Vinny, de tamaño monumental para la época, para terminar el vuelo en las costas irlandesas, cerca de la Estación Clifton, donde el aparato se clavó de punta en tierra.
Los dos tripulantes resultarían ilesos, lo mismo que el gato, los cobayos y el perro que llevaran como mascotas en la máquina voladora impulsada por dos motores Rolls Royce de 350 HP cada uno y que portaba 2.880 litros de combustible y media tonelada de víveres, lubri­cantes y otros elementos para la travesía. Aquellos años pródigos en grandes hazañas aéreas tenían asimismo el aliciente de las jugosas recompensas que se ofrecían como premio en torneos y raids. Alcock y Brown, aunque concretaron el primer vuelo transatlántico, no pudie­ron reunirse nunca con los 25.000 dólares que el prestigioso Daily Mirror prometiera a los primeros en atravesar el Atlántico. Un norte­americano llamado Charles Lindberg tendría esa fortuna ocho años más tarde, al cruzar el Atlántico en su avión "Spirit of Saint Louis" y aterrizar en París.
Pero el suceso más trascendente se produciría el sábado 28 de junio de 1919, cuando una noticia sacude a la ciudad y a todas las ciu­dades del país y del mundo: la firma del Tratado de Versalles, elabo­rado con el objetivo de minar el tradicional poderío alemán, quedarse con parte de su territorio e imponerle el pago de una compensación  económica que rondaba los 130 millones de marcos oro. Manifestaciones populares, un constante ondear de banderas en las calles, saraos y brindis en los grandes hoteles porteños, son exteriorizaciones comu­nes esos días tanto en Buenos Aires como en Rosario y Santa Fe.

En las esquinas de la ciudad de Santa Fe se reparten panfletos ale­góricos; el más ingenioso (regocijándose con la derrota de Alemania, Austria y Turquía) remeda una formal nota fúnebre: El duelo se despedirá a cañonazos, ironiza. Favor de no enviar víveres florales hasta después del entierro. Las exequias, nada metafóricas, del vicepresidente de la Nación, Pelagio Luna, no asoman siquiera en las primeras pági­nas de los diarios: todos los sucesos se arrodillan ante el tratado de paz. Pocos sospechan que en Versalles no sólo se clausura la guerra; también se decide el futuro mapa europeo y la trama política del siguiente cuarto de siglo. El Pacto de Versalles firmado al cumplirse cinco años exactos del asesinato del Archiduque Francisco Fernando, en Sarajevo, nomerecía tanto jolgorio. Mucho menos si se tiene en cuenta que fue uno de los pila­res que explotó Hitler para arrastrar a Europa y al pueblo alemán hacia el desastre total.
(Oscar Troncoso: Los fusilamientos de la Patagonia, colección La historia popular, Centro Editor de América Latina, 1971)

Entretanto, la ciudad no escapa a los cambios mientras su pobla­ción sigue aumentando en forma sostenida, hasta llegar a los 247.500 habitantes en abril de 1920. Ese año, se suceden obras e inauguracio­nes que, poco a poco, acercan a Rosario a la condición de gran ciu­dad, alejada de la modesta población finisecular: en marzo comienza el asfaltado del Bvard. Oroño, el antiguo paseo tradicional de los rosa­rinos, mientras los habitantes del suburbano Barrio Godoy celebran con entusiasmo la llegada del alumbrado público a esa zona; la urgen­cia de un nuevo edificio para el Correo, que permita funcionar a sus ofi­cinas en el local apropiado, tanto para el personal como para el público, lleva al diputado Joaquín Lagos a iniciar gestiones ante el Congreso Nacional para motorizar el proyecto, que cristalizaría recién casi dos décadas después.
El siempre relegado ámbito cultural también encuentra en el ini­cio de la década algunas señales positivas, como la apertura, el Io de agosto de 1920, de la Facultad de Ingeniería, que funcionaría inicial-mente en las instalaciones de la Escuela de Comercio y abarcaría la enseñanza teórica y práctica desde obreros hasta las distintas especializa-dones de la ingeniería en general. La ceremonia, a la que asiste en nom­bre del gobierno central el ingeniero Julio Gorbea, designado organi­zador de la casa de estudios superiores (la presencia de Yrigoyen, anunciada con antelación, no pasaría de un anhelo frustrado), tendría una segunda instancia, esta vez gastronómica, en un ámbito de gran prestigio social: la confitería de Ramón Cifré, en la esquina de Córdoba y San Martín.
La facultad sería el resultado final de la larga lucha de la ciudad por contar con su propia universidad, a través de distintos proyectos que, desde comienzos de siglo, gestarían hombres como Juan Álvarez y Jorge Raúl Rodríguez. El proyecto de este último, con las múltiples modificaciones y deformaciones que sufriera, sería el que daría origen a la Ley 10.861 de 1919, por la que se creó la Universidad Nacional del Litoral, que determinaba para Rosario las facultades de Ciencias Matemáticas y Física y la de Ingeniería; la de Medicina, inaugurada en septiembre de 1921, para cuya organización se convocara al doctor Antonio Agudo Avila y cuyo primer decano fuera el doctor José Benjamín Abalos; y la de Ciencias Económicas, habilitada en agosto de 1922 , con Ricardo J. Davel como director, bajo la organización encomendada al contador Guillermo J.Watson.
Con el comienzo del año, se anuncia otra concreción significa­tiva en una ciudad en la que ya el movimiento plástico tenía expo­nentes valiosos, herederos, como se dijo, de las enseñanzas de los maestros italianos llegados con la inmigración: la apertura, el 24 de mayo de 1920, del primer Museo Municipal de Bellas Artes. El pro­yecto había dado origen, cuatro años antes, a la también pionera Comisión de Bellas Artes, constituida en una reunión realizada en el Teatro El Círculo el 26 de julio de 1916, a instancias de un grupo de representantes de la adinerada burguesía rosarina, coleccionistas y pro­motores de la actividad plástica en Rosario.
La primera comisión directiva incluyó apellidos conocidos como el de Nicolás Amuchástegui, primer presidente, y el del joven Juan Bautista Castagnino, vocal y luego secretario de la misma, y fue la pro­pulsora de la realización anual del Salón de Otoño, inaugurado el 24 de mayo de 1917, cuyo premio fuera adjudicado a Riña de gallos de Jorge Bermúdez. La labor positiva de la comisión determinó que poco después, en julio del mismo año, el intendente Federico Remonda Migrand decretara la creación de la Comisión Municipal de Bellas Ai tes, oficializando de ese modo la iniciativa privada anterior.
La nueva dependencia municipal, cuya presidencia fue ejercida por varios años por Fermín Lejarza, con Amuchástegui y Castagnino . 1 uno colaboradores permanentes, tuvo a su cargo la organización del Salón de Otoño en sus ediciones posteriores y la concreción del alu­dido Museo Municipal de Bellas Artes, emplazado en una antigua resi­dencia de Santa Fe 835.
La inesperada muerte de Juan B. Castagnino, en 1925, determi­naría la donación al incipiente museo, por parte de su madre Rosa Tiscornia de Castagnino y en sucesivas etapas, de obras de pintores rosarinos y argentinos que integraban la colección de su hijo, así como de los premios de los sucesivos salones oficiales y de los organizados por nucleamientos de artistas plásticos como el Grupo Nexus, en 1926 I >e ese modo y por años, se convertiría en una perdurable protectora de la actividad plástica en la ciudad, a través del aporte económico para los premios de dichos certámenes y de la adquisición personal de obras. Una década después junto a su familia, legaría a Rosario un patrimo­nio artístico y arquitectónico perdurable.
De ese modo ingresaron al museo de calle Santa Fe, entre 1925 y 1937, obras de artistas argentinos como Fernando Fader, Martín Malharro, Lino Eneas Spilimbergo, Emilio Caraffa, Enrique de Larrañaga, Alfredo Bigattijuan Del Prete, y de la mayoría de los pintores, grabadores y escultores rosarinos de las tres primeras déca­das del siglo XX como Manuel Musto, Antonio Berni,Luis Ouvrard, Alfredo Guido, Julio Vanzo, Manuel Ferrer Dodero, Demetrio Antoniadis, Lucio Fontana, Eduardo Barnes, Nicolás Melfi, Augusto Schiavonijuan Berlinghieri y muchos otros.
La ulterior Dirección Municipal de Cultura, creada en 1937, con Manuel A. Castagnino como director, iba a tener por su parte una acti­vidad casi increíble a través de la realización de conciertos, exposicio­nes y conferencias que tuvieron en la ciudad el efecto de lo que hoy se llama una real "movida cultural", que incluiría la creación de una Orquesta de Cámara y del recordado Cuarteto Rosario.
Esa rama familiar de inicial origen inmigrante tuvo que ver, por otra parte, no sólo con la conformación de la clase económicamente poderosa de Rosario y con el ejercicio de un real mecenazgo cultu­ral. Fue la donante del edificio del actual Museo Municipal de Bellas Artes "Juan B. Castagnino", uno de los más importantes de la Argentina, proyectado por los arquitectos Hilarión Hernández Larguía y Juan Manuel Newton. El estudio de ambos profesionales proyectó asimismo algunos edificios de relevancia aún hoy en la actualidad, como el emplazado en la esquina sureste de San Lorenzo e Italia, que fuera originalmente propiedad de la familia.

Según las detalladas enunciaciones que constan en el muy impor­tante decreto N" 509 del Departamento Ejecutivo Municipal de fecha 27 de abril de 1937, doña Rosa T. de Castagnino había ofrecido donar este Museo sin cargo alguno para la ciudad de Rosario y ¡laves en mano. Primero había pensado en levantarlo en el sitio de la antigua casa fami­liar de Maipú N" 555, donde había nacido su hijo fuan Bautista, pero luego se consideró mucho más apto el emplazamiento que fue el ele­gido en Bvard. Oroño esquina Avda. Pellegrini, a que se refiere la Ordenanza Municipal N 72 del año 1929... Transcurrieron nada más que siete meses y medio desde el 27 de abril de 1937 para que en tan corto tiempo estuviera el museo construido de acuerdo a los pla­nos del proyecto arquitectónico que doña Rosa T. de Castagnino pudo presentar en el breve término de los 30 días establecidos en el Decreto N" 509 pues en la realidad se estaban estudiando y confeccionando desde tiempo atrás, realizados por los profesionales que ella había con­tratado al efecto...
(Juan Manuel Castagnino: Discurso pronunciado en el Museo "Juan B. Castagnino", el 22 de diciembre de 1999)
El Museo Castagnino, como se lo conoce habitualmente, fue inaugurado el 7 de diciembre de 1937, con la presencia del intendente Miguel Culaciatti, constituyéndose entonces, por sus características arquitectónicas y funcionales (se trataba de un edificio construido para ser sede de un museo y no de una construcción en la que se instalaba un museo, como ocurría con otros en el país), en el más importante del interior del país, mérito que continúa ostentando.
Juan B. Castagnino, en cuya memoria los suyos levantarían el museo, era por su parte más que un coleccionista adinerado un experto en arte, condición probada por la adquisición de obras de real valía como las de Francisco de Goya, y su pinacoteca personal fue recono­cida y valorada por críticos nacionales reconocidos como Julio E. Payró tanto experto europeos como el conservador del Museo del Louvre Rene Huyghe.
Era un experto en sentido cabal, probablemente el más eximio de sus contemporáneos argentinos. No era un hombre adinerado que por ello y nada más que por ello coleccionaba cuadros, como podría insinuarlo algún atrevido para reducir la estatura del culto rosarino, sino que por ser eru­dito y a la vez pudiente supo formar paso a paso una pinacoteca perso­nal de excepcional valor aquí y en todo el mundo. Por su erudición gozaba adquiriendo cuadros antiguos de autor anónimo cuya identidad procu­raba revelar con su pasión de estudioso. Baste una anécdota para mues­tra. En un importante remate público de una famosa casa de arte de aque­lla época compró en 1922 en Buenos Aires un pequeño óleo sobre madera, presentado como de autor anónimo. Luego de una breve puja lo hizo suyo en 80 pesosmoneda nacional, un precio ínfimo, irrisorio para lo que suce­derá, pues les anunció a los rematadores que había adquirido un óleo del celebérrimo Francisco José de Goya y Lucientes. Por supuesto que nadie le creyó. Pasó el tiempo. A comienzos de 1925 publicó Augusto L. Meyer la más completa de las obras sobre Coya, donde con minucio­sidad alemana describía las características de un óleo cuyo rastro se había perdido y que coincidían exactamente, sin ninguna duda posible, con el adquirido por Juan B. Castagnino en 1922.
(J. M. Castagnino: Op. cit.)


Su muerte, apenas superados los cuarenta años, el 17 de julio de 1925, cerraba en forma prematura su ciclo de aporte a la cultura de la ciudad iniciado en 1916 con la Comisión de Bellas Artes y se produciría como consecuencia de un accidente doméstico que se vincularía, curiosamente, con su pasión de coleccionista de todas las manifestaciones del arte. Juan Manuel Castagnino consignó en 1999: Había tenido poco antes fuertes pensamientos premonitorios de la inminencia de tu muerte, no obstante que gozaba de buena salud. Tan insistentes eran que los hizo saber a algunos de sus hermanos, entre ellos a Manuel Alberto. Lamentablemente la presunción se cumplió. Afeitándose, había sufrido un pequeño corte en el cuello. Antes que estuviera totalmente cicatrizado se hallaba en Buenos Aires donde fue a revisar unas alfombras de Oriente, sus nudos y texturas. Inconscientemente se rasco la herida olvidando que no se había Lirado las manos. Los efectos fueron trágicos; se le generalizó por doquier una infección imparable en aquella época sin antibióticos. Aún lúcido, le dijo a su madre, doña llosa Lucrecia, y a su hermana María Elena y demás hermanos que era su deseo que donaran a la ciudad un edificio destinado a museo de lidias Artes y bastó esa manifestación verbal para que fuera cumplida a su debido tiempo, que fue en el año 1937.
Pero más allá de aportes culturales valiosos como los menciona­dos, la realidad cotidiana de la ciudad generaba sus críticas en una piensa que, de vez en cuando, demostraba cierto grado de indepen­dencia. Una nota de dicho año, con el título de "La ciudad de Rosario: algunas consideraciones sobre su trazado, manifestaciones edilicias, ornamentación de sus parques, calles y paseos" es buen ejemplo de un generalizado sentimiento de postergación, al enumerar algunos de los puntos negros del progreso rosarino.
El anónimo cronista señala algunos de los problemas que la ciu­dad exhibe como elementos negativos: 1) Falta absoluta de originali­dad en el trazado, que la hace monótona, sin expresión alguna; 2) No hay sitio amplio que nos ofrezca unos ratos de solaz y expansión y nos propor­cione oxígeno puro. 3). La estación de ferrocarril: ¿A quién no le ha tocado recibir un huésped o amigo en las estaciones ferroviarias de Rosario, y no le ha dado vergüenza esos inmundos adefesios que nos ofrecen las empresas del país? Quizá esté en nuestras autoridades el hacer la Estación Central del Ferrocarril. Al pueblo le tocará apurar esa obra y con ello ganará Rosario comodidad y estética.
La mención a la estación ferroviaria central reflotaba el frustrado proyecto de-la administración de Nicasio Vila, bajo cuya gestión se generarían otras dos iniciativas igualmente no concretadas: un viaducto para circulación de trenes por la Avenida Belgrano y un pasaje a bajo nivel en el inicio de la actual Avenida Alberdi. Las estaciones de ferro­carril, por su lado, merecían ese mismo año quejas como ésta, que La Capital incluye en sus páginas: En las proximidades de las estaciones ferro­viarias y en los alrededores del puerto funcionan casas de hospedaje y fondas que, tras de ser una cosa grotesca, se hallan desprovistas de toda higiene, lo que significa un constante foco de infección.
Al lado de esas protestas, podían leerse en los diarios de 1920 noticias que documentaban el avance de la ciudad hacia las zonas menos pobladas. El 28 de noviembre se anuncia la realización de un remate de terrenos emplazados en una zona que luego alcanzaría pres­tigio y alto costo para sus terrenos. Una sociedad progresista, la Nueva Fisherton, ofrece hoy en pública subasta 150 lotes de terreno situados en el Pueblo Fisherton, uno de los más hermosos de nuestro municipio. Dotados de todos los elementos de confort e higiene (luz eléctrica, aguas corrientes, pavi­mento, tranvías, trenes, teléfonos) ofrecen al hombre de trabajo un descanso a sus fatigas, consignan los avisos, con un agregado: Los precios de los terre­nos los fijarán los mismos interesados para la compra, ya que saldrán a remate sin base y se adjudicarán al mejor postor. De ese modo, la expansión hacia el Oeste, adquiriría un nuevo impulso.
Tema menos relevante pero no por ello menos pintoresco sería, a mediados del año inicial de la década del 20, el del proyecto del traje barato o "traje obrero", también definido por la prensa como "overoll", una utopía alentada por algún fabricante local de indu­mentaria, del que los diarios se harían eco. El 8 de mayo, se leía en La Capital, bajo el titular de "Traje barato": Es realmente unánime la aprobación, en los centros de actividad material e intelectual, de la feliz ini­ciativa de adoptar el uso del traje obrero, idea que ha partido desde un punto de vista económico y que a las distintas privaciones impuestas ha surgido la idea de una posible solución. Tras días más tarde, se agrega otro suelto: La campaña iniciada en ésta pro overoll va extendiéndose en nuestras cla­ses sociales.
Unos meses más tarde, el mismo diario archiva la idea y la reem­plaza por una nueva, también novedosa aunque igualmente fugaz: Mientras la experiencia del overoll puede darse por fracasada, cuando ya podían considerarse por perdidas las esperanzas de escapar de la tiranía de los sastres, acaba de aparecer un recurso de salvación casi providencial. Se ha descubierto un traje económico, invento extraordinario. Se trata de un traje de papel, una pasta consistente y flexible cuya consistencia se ha demostrado en los trajes que soportan una duración de diez lavados. Podrán ser vendidos al público en el ínfimo precio de 3 pesos cada uno.
La prensa es por entonces un reservorio de información de todo tipo, que denota gustos de la época, usos hoy extinguidos, publici­dades pintorescas y ofertas de la más diversa laya. Un instituto insta­lado en Rioja al 800, dedicado a enseñar caligrafía, una habilidad por entonces muy valorada, se promocionaba en 1920 con sibilinos argu­mentos: Escribiente: si usted tiene mala letra nunca podrá adelantar y si no tiene empleo le será muy difícil y quizás imposible. No olvide que sólo "La Academia" le reformará la caligrafía en un mes. Otro aviso de la misma insistía: Escribiente: si usted no escribe mejor, cuando menos piense lo despe­dirán. Sólo en "La Academia" mejorará...
La prolijidad y algunas veces el verdadero arte que exhibían muchos empleados y escribientes ya comenzaba a tener sin em­bargo la competencia de la escritura mecánica, fruto de la inven­ción y progresiva popularidad de las máquinas de escribir, de las que Remington se convertiría en símbolo. Philo Remington, que había hecho ya fortuna con el fusil a repetición que lleva su apellido, había comprado en 1874 a Sholes, Glidden y Soule la patente de una máquina inventada por ellos. Dos años después fabrica la pri­mera Remington, que después invadiría las oficinas de todo el mundo e identificaría la marca con el producto, por lo menos hasta la aparición de otras posteriores.
Entre 1900 y 1920, los rosarinos que intentaban aprender meca­nografía podían optar por marcas como Sun, cuyo costo era de 160 pesos en 1910; Revilo, a escritura visible, un niño puede manejarla; Universal, a 28 pesos en 1910; Royal Typewriter, Wodstock, Oliver: su tacto es liviano porque golpea de arriba hacia abajo, decían sus avisos; Stoewer, Underwood, la preferida de los bancos, ferrocarriles, casas de comercio, cuya representación ostentaba en Rosario A. Me Farlaine; Triumph, que se popularizara hacia 1900 y que en 1922 introduce los modelos portátiles; Monarch y L.C. Smith y Corona, la máquina de escribir más perfecta que se conoce, según su publicidad, opinión que sin duda comparten quienes alguna vez teclearon en aquella antigua pero perfecta máquina americana. De principios de siglo era también la Blickensderfer, especial para abogados y procuradores.
Contemporáneas de las máquinas de escribir eran en 1920 las por entonces todavía novedosas cámaras fotográficas con marcas como Ticka, para el bolsillo del chaleco, que según informaba una convincente publicidad la Reina de Inglaterra la emplea y compró 50 de ellas para hacer regalos; la aún mundialmente vigente Kodak, y otras como Contessa, Nettel, o la Roll Tengor Goetz, cuyos modelos valían entonces entre 42 y 170 pesos.
El mismo año reiterados avisos clasificados ofertan la compra de hurones, salvajes o amaestrados, lo que hoy suena poco menos que exótico si no se supiese que los animalitos mencionados, vulgarmente conocidos como comadrejas, eran muy apreciados por los panaderos como resguardo, en las cuadras de sus comercios, de las tropelías devastadoras  de las ratas, enemigas de la harina y de la higiene. Los hurones era, por su condición silvestre, mucho más eficaces que los habitua­dos, que muchas veces terminaban "aburguesándose" y con cada 1   menos ganas de perseguir ratones y lauchas.
No escaseaban tampoco los que, perdida toda esperanza de otros 1 1 intactos más directos y gratificantes, apelaban al correo sentimental de los diarios. La Capital incluye, siempre en 1920, esta perla: Anita M. [yer le vi temprano con tu mamá y hermano. Siguiéndoles les perdí de vista Urca de Paraguay. ¡Qué pálida estabas! ¿Estás enferma? Nunca te olvidaré. (Comunícate conmigo. Siempre tuyo. Jorge D.
La ciudad tendría sin embargo acontecimientos mucho más lerios de qué ocuparse. Uno de ellos ocurriría el 28 de julio, al producirse una explosión en la fábrica de pólvora y pirotecnia de Luchessi Hermanos, en la calle General López entre calle N° 1 de Barrio Mendoza y un camino vecinal, que sembraría congoja en la zona por el trágico saldo de 9 muertos, siete de los cuales eran mujeres que trabajaban en el establecimiento, y numerosos heridos. La explosión hizo estallar los vidrios del Hospital Carrasco, bastante alejado, y del vecindario aledaño y se escuchó en distintas zonas de la ciudad. La prensa consignaría: No se recuerda un caso análogo en la provincia; árbo­les que rodeaban la fábrica fueron quebrados y sacados de raíz por la explo­sión, que causó considerables pérdidas en las humildes viviendas del barrio, distantes dos leguas de la ciudad.
La zona oeste rosarina se vería sacudida casi una década más tarde por otro hecho trágico similar, vinculado a un establecimiento de iguales características, cuando en la mañana del 10 de marzo de 1939 sucesivas explosiones sacudieron Barrio Belgrano. Las mismas se produjeron en la fábrica de pirotecnia de Eduardo Messina y Francisco Mangano, instalada en un amplio sector de Provincias Unidas al 400 y en la que trabajaban habitualmente entre 20 y 25 personas, muchas de ellas menores de edad.
La sucesión de explosiones y el ulterior y voraz incendio produ­jeron un terrible saldo: doce víctimas fatales, entre ellas tres mujeres y cuatro varones menores de 19 años. La Capital, al dar amplia cuenta de lo ocurrido consignaba: Algunos cuerpos fueron lanzados a gran distancia; una de las víctimas traspuso los cables del telégrafo, destrozándolos...

Fuente: Extraído de Libro Rosario del 900 a la “decada infame”  Tomo II Editado 2005 por la Editorial Homo Sapiens Ediciones